La hora de Dios


El cielo era un mar de tinieblas
y Dios desde su rinconcito
hizo florecer las estrellas
la luminosidad pequeña del espacio
luceros silenciosos cantando su gloria.

Me sentí feliz al verlas:
Abatían las sombras
cercenando el silencio...

Me arrodillé
oré por su magnificencia.

La luna apareció despues
tras de mí el esplendor
cual si fuere a tragarme.

Bajé la cabeza
me postré bajo su seno
ya no era de noche
ni de día:
Era la hora de Dios 
de él para los hombres...

Amo las criaturas del señor
con toda su gracia y belleza
también mi cuerpo joven
amo todo lo existente
porque me pertenece
y te pertenece.

Los Andes, Chile 1993
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